Siempre es muy
temprano cuando suena el despertador y a la primera lo apago para que el resto de la
casa continúe dormido. Siendo un movimiento reflejo, no significa que mi mente ya
esté en la posición de funcionamiento externo. Intento abrir un ojo y no puedo. La tenue luz
de la mañana, si la hubiera, me lo impediría. Ahora necesito contar un poco para
ponerme en marcha. "venga, voy a empezar... cero...uno...dos...tres...cuatro...cinco...seis...
siete...ocho...nueve...diez...diez...nueve...
ocho...siete...seis...cinco...cuatro...tres...
dos...uno...cero...diez...nueve...ocho...siete...
seis...cinco...cuatro...tres...dos...uno...cero...
(y ahora más rápido) 0,1,2,3,4,5,6,7,8,9,10,0,1,2,3,4,5,6,7,8,9,10,
0,1,2,3,4,5,6,7,8,9
y… 10, ¡ya estoy aquí!”
Contar
hacia delante y después hacia atrás, con el cero que nunca se me olvida. Me
gusta más contar hacia atrás, es más seguro, termino en el cero y no me
equivoco para volver a empezar. A veces cuento más veces y otras, las menos,
menos; mi estado de sueño, de sueño del bueno porque casi siempre sueño,
termina cuando lo deciden las contradicciones de mi despertar. Porque no es
suficiente que quiera despertarme, es imprescindible que quiera dejar ese
sueño, abandonar otras cosas, deshacerme de mis oníricos cambios que me
engullen en la oscuridad y que me desvelan cuando menos me lo espero. La
normalidad de las cosas llega de imprevisto, tras la caída de la mañana, sin
presentaciones.
Si
siento dolor al dejar el sueño, por eso de resistirse a dejar la suavidad de las sábanas,
de la dulce suavidad del algodón de azúcar, levanto mi pie de la nube en la que
me apoyo, y me impulso con el otro, con cuidado, para entrar en la aplastante realidad.
Me
aturde entrar en la dimensión que con persistencia me espera, que si es o no lo
de ahora la normalidad, que si esto es lo fácil, que esto depende de mí y lo
otro no, que el paso del tiempo me hará ver las cosas de otra forma, pero… ¿qué
depende de mí y qué no? “¡¿hay alguien que me lo pueda explicar, por favor?!”
Vuelvo a
mi intento de despegar, de desprenderme cada mañana de algo que a veces no
recuerdo muy bien qué es, de intentar delimitar lo que está aquí y ahora de lo
que se encuentra fuera.
...
Con un
enorme rotulador de color fluorescente señalo el límite de lo que alcanza mi
mano y de lo que no, por eso, siguiendo la línea marcada, recorto un poco el
borde de la realidad por el que me muevo para guardarme ese trocito y
recordarlo en el futuro.
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