Sentada
en la silla de enea de mi infancia, espero impaciente a que mi rosal blanco
crezca.
Llegó
tardío, al final del verano, con prometidas sonrisas y con caliente rocío.
Con
tesón observo si cambia, por si alguna hoja cae o surge un brote en su tallo,
mientras por el rabillo del ojo busco el punto amarillo que me persigue.
Como
me quedo tranquila pues el rosal está bien, me levanto y paseo con las manos
cogidas a la espalda, los hombros un poco caídos, asintiendo a las flores que silvestres
llenan mis caminos.
Les
pregunto: “¿algo reservado para mí?, ¿algo me espera por ahí?...”, y me vuelven a empujar hacia mis recuerdos…
Sobre
dulce aroma de lirios recién cortados, veo a mi abuela con sus grandes manos
apretándome con pasión para que no la dejemos irse.
Quiere
que me acerque, lo hago y me siento
donde siempre, en el brazo de su sillón. Me acurruco cogiéndole las manos entre
las mías disfrutando juntas del sol que entra por la ventana.
Me
cuenta lo pequeña que se siente y que su corazón, de tanto que ha crecido, ya
no le cabe en el pecho.
Suelta
sus pétalos y mientras los veo alejarse, desaparece.
…
“La pérdida estimula los sentidos porque ante
lo que se desvanece nunca se abstiene el corazón…” (Bálder a Camila en “La sustancia interior” L.Silva)
A
lo que añado: “…esperando, de nuevo, el retorno”
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