Tarde de caminata, sin parar.
Camino,
viento de cara. Sonrío al imaginarme cómo desaparecería si fuera una figurita
de arena, me mezclaría con el todo y me devolvería a la nada.
Sigo,
sin parar, bajo los ojos y tiro hacia adelante.
Sé
que la primavera se impondrá por mucho que me estrujen los aires de invierno.
Sol y viento, no me disuelvo, sigo aquí.
El
viento me envuelve, cae el silencio y me asusto. Miro hacia arriba, muy arriba,
casi al cielo, a lo más alto de la montaña y leo…
“cielo…montaña…valle…camino…casa….morera…tú (o sea, yo)… estrella de cinco
puntas.”
Entonces,
las noto bajo mis pies descalzos, muevo los dedos sobre las cinco puntas de la estrella que me
sostiene mientras aparece el runrún de las moscas.
Me
noto incómoda y comienzo a desprenderme de cientos de capas de tul transparente
que me oprimen y que no sé de dónde han salido.
Ahora me toca leer la dirección que la
estrella me marca en cada uno de sus extremos: hacia la luz de la mañana que me despierta de
los sueños; hacia el viento que intenta frenarme lanzando contra mi piel
finísimos alfileres; hacia la arena que se empeña en medirme infinitamente el
tiempo; hacia la evidencia de ya no
tener que esperar a llegar a ninguna parte, sin que mis elucubraciones
pasionales de cómo y qué seré, de si
llegaré o no llegaré y con quién, me dañen.
…
La
última punta me marca hacia su interior, me dice que vuelva los ojos hacia
dentro, que ya estoy aquí y que he llegado para quedarme.
“En ese momento, por fin lo captó. En lo más profundo de sí
mismo, Tsukuru Tazaki lo comprendió: los corazones humanos no se unen sólo
mediante la armonía. Se unen, más bien, herida con herida. Dolor con dolor.
Fragilidad con fragilidad. No existe silencio sin un grito desgarrador, no
existe perdón sin que se derrame sangre, no existe aceptación sin pasar por un
intenso sentimiento de pérdida. Ésos son los cimientos de la verdadera
armonía”.
(“Los años de peregrinación del chico sin color”, H.
Murakami)
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