Sin saber por dónde empezar, mi cabeza da vueltas encima de la peonza. Mientras gira y gira sin detenerse en nada, fluye una tarde de propósito de enmienda y revisión de objetivos, porque ¿dónde estamos cuando pensamos…?
Pues
como cuanto más empeñada esté en momento equivocado, menos posibilidades tendré
de acertar en la diana, hago un descanso y respiro, ¡uf! mis respiros.
Y
mientras el rayo de sol me alcanza, una inesperada sorpresa me hace girar sobre
mí misma: una patata frita con perfecta forma de corazón, me saluda y me
traslada fuera de mi habitual constancia.
Me
lleva, de pequeña, otra vez, donde he estado queriendo llegar desde siempre, a
la esencia, a la esencia de mi tiempo vivido.
Y
me asomo, de nuevo, y miro con riesgo hacia
la bandada de pájaros picoteando y posándose alrededor de todo lo que tengo.
Porque
si descomponiendo los aromas de mi infancia recojo levemente el dulzor del
algodón y la caramelizada manzana de feria, de lápices mordidos y
bolitas de borrador de nata,
reconozco con mayor fuerza la tierra mojada, de lluvia, de ventana, de
tristeza.
Por
eso, estoy alerta, tiro de la anilla que sujeta el hilo de mi río del día
feliz. De la tarde en la que todo puede pasar y cualquier cosa. Me preparo para
dejar ir a todo lo que vino y toqué.
Y sin bajar la guardia aprieto fuertemente los ojos ahora y entonces, agarrando con fuerza la recia
y pesada chaqueta de cuero tres cuartos con la que mi padre guardaba mis
sueños. Porque ese olor, duro, a frondoso bosque de perenne hoja, era la prueba
evidente de un mundo de adultos que me protegía, la seguridad de que pasara lo que pasara, aunque
llegara la noche, lo desconocido, en la mañana volvería a respirar el aroma inciensado
de la tarde, con los perros a lo lejos
mostrando su valía, y que aunque el aire de las tres y media pasara a las cinco…
sería rescatada como el avión que rompe el cielo en la paz de la siesta.
Y
si nunca fui pequeña de verdad… si la
madurez que yo sentía era la reflexión sobre aquello que quería vivir algún día,
disfrutaré reviviendo mis sueños, contando nubes, contando duendes.
…
Igual
que una vida de trabajo con martillos neumáticos puede atenuar la sensibilidad
al ruido, como diría Gurney en Cierra los ojos de John Verdon
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