Mi pertenencia a una generación concreta me hace recordar –supongo que a algunas de vosotras, también- cómo fuimos creciendo de niñas a menos niñas viendo una serie de dibujos animados, japonesa, que rompió moldes: Heidi. Me temo que yo seguí creciendo y aquella encantadora e inocente niña se quedó allí, en la montaña.
Por eso no era de extrañar que una imagen concreta me acompañara de vez en cuando, justo en la antesala de los sueños, como Heidi, con esa falda y ese pelo tan característico, saltando de nube en nube con sus amigos y yo con ella. Como lo que más veíamos era el principio y el final, pues los capítulos no duraban mucho, imaginarme episodio tras episodio repitiendo eso, caminar por el cielo, que no era lo mismo que volar, y sintiéndome tan ligera como el algodón, me encantaba.
Mi insistente curiosidad me hace disfrutar de vez en cuando zambulléndome por la Red , constatando todo lo que hay que todavía no sé. De mis últimos descubrimientos me quedo con “la imagen astronómica del día”, la que nos ofrece la NASA , además de la interminable Wikipedia que me sirve para casi todo.
Y ahí estaba yo, fantaseando con la NASA sobre lo que está y no vemos, cuando me apareció una “nebulosa” fantástica, en concreto, una nebulosa con nombre, apellido y dirección a la que conocen como Cabeza de Caballo, en la constelación de Orión. Según la interminable Wikipedia “Las nebulosas (..) son regiones del medio interestelar constituidas por gases (principalmente hidrógeno y helio) y polvo (…)muchas de ellas son los lugares donde nacen las estrellas por fenómenos de condensación y agregación de la materia; en otras ocasiones se trata de los restos de estrellas ya extintas.”
Esto me impactó, en fin que me dejó con la boca abierta. Cuando en otras ocasiones había escuchado o leído referencias a las nebulosas, no sé por qué siempre me las imaginaba oscuras, algo parecido a los agujeros negros y todo eso.
A partir de ese instante, cuanto más he leído sobre estas zonas tan lejanas más familiares me han resultado.
Como los sueños que a veces se repiten, el tiempo ha transformado a aquellas imágenes tempranas en otros sentimientos más complejos, sustituyendo esas idílicas nubes por verdaderas nebulosas, y cada nebulosa en parte diferente de mis vivencias, sirviéndome de mullida almohada desde la que poder saltar a otra nueva.
Cada nebulosa de las mías me aparece como un compartimento estanco separado de los demás, algunas por las típicas tablillas de madera de aquella montaña en la que pastaban Pedro y sus ovejas. Otras, cambiando esas tablillas por verdaderos ladrillos, enormes ladrillos como los de El Muro de Pink Floyd.
Lo más sorprendente es la similitud de mis nebulosas con las del universo, de las que dicen los que saben que las hay oscuras, de reflexión y de emisión. Supongo que ahora me toca ya la de reflexión, porque la última oscura la sufrí no hace mucho y la de emisión se me acabó con el verano.
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