frío


Esta mañana mientras llegaba mi tren, un corto soplo de viento frío en la cara me ha separado unos instantes de la espera, convirtiéndose en una improvisada máquina del tiempo.

En los últimos años de los setenta, una todavía yo niña empezaba a saber un poco más de lo que le rodeaba. Al crecer, lo importante de los fines de semana eran las tardes, como las noches y sus pasiones lo fueron un poco más adelante; pero en la temprana apertura de mis ojos eran las mañanas, sobre todo las de los domingos, nuestros espacios preferidos para momentos de complicidad entre chicas en los que pasear, reírnos, jugar a ser mayores, eso sí, solas y sin vigilancia... lo llenaban todo.
No puedo contener una sonrisa al recordar el mayor protagonismo que gozaban algunas de las cinco o seis de las que íbamos de forma habitual, posición que admirábamos unas y que otras envidiaban. Si la sentada matutina era en la misa de diez, las de un colegio concreto participaban en la celebración de forma más activa pasando la bandeja, leyendo, cantando en el coro, en fin, que otras, como yo misma, nos sentíamos un poco de menos pues en los colegios nacionales, como se llamaban entonces, no se fomentaban mucho estas dedicaciones.
Disfrutábamos cualquier minuto juntas, con ese espíritu libre que la inocencia también fomenta, y con esa forma de respirar tan particular que te da el no estar controlada y creer ser responsable totalmente de tus actuaciones por primera vez. Cuando nos sentábamos en el banco duro y frío durante la hora que permanecíamos en silencio, me comparaba con mis compañeras y me veía pequeña, pequeña sobre todo en tamaño. Era el inicio de los pantalones para chicas; mis primeros fueron de pana color beige, de tacto suave y aterciopelado y con un olor especial, a nuevo, a mío. Mis piernas eran más cortas que las de las demás, de acuerdo con mi altura, con unos muslos finos que se comparaban constantemente con los estupendos de mis acompañantes. Siempre pensaba que no me debía importar pero a mi cabeza le costaba abandonar esa idea invasora de mis pensamientos.
Recuerdo salir de casa muy temprano, con ansia de escapar para encontrarme con mi incipiente libertad. Aunque fuera invierno no me llevaba el abrigo, andaba deprisa con el frío viento pegado a mi rostro para recoger a las pesadas de mis amigas. Sin entender el por qué de su tardanza, me sentaba en sus casas minutos y minutos; ellas se dejaban ver de vez en cuando con una sonrisa fingida con la que intentaban compensar su pesadez. Y allí estaba yo, esperando y desesperando.
Era en esos momentos cuando respondía a las interminables preguntas sobre estudios, familia y demás ocupaciones que llenaban la espera, donde recogía la admiración de unas madres y abuelas extrañadas ante tanto alarde de responsabilidad, compromiso y seriedad que mostraba sin esfuerzo y que al parecer a sus hijas no le apreciaban por ningún lado.
Ahora, cuando mi espera es otra y me acecha el vértigo de caminar por la barra de equilibrio con los brazos extendidos, miro de frente a mi futuro y de reojo a mi pasado, intentando no perderme en memeces de tamaño, construyéndome y valorando la esencia de lo que tengo y de lo que me dan.

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