¡soltad lastre!




Desde unas horas antes de amanecer, organizábamos las tareas de cada uno en alta mar.

El barco, no muy grande y sí muy viejo, surcaba las tempranas olas como si nada, deslizando su sombra por un sinuoso e invisible camino, hacia adelante, siempre hacia el sol que en pocos minutos asomaría sus crestas invadiéndolo todo.

Llevábamos ya un acumulado tiempo juntos, cada cual a lo suyo, sin abrir prácticamente la boca hasta el caer de la tarde, cuando ya exhaustos caíamos desplomados en cualquier rincón esperando la cena.

El capitán sabía bien todo lo que se hacía, por lo menos lo parecía. Con un lápiz al que previamente le chupaba la punta, marcaba en su usada y roída libreta no sé sabe bien qué. La abría a medio día y por la noche, por lo que suponíamos apuntaba lo que se sacaba y lo que se perdía.

Cuando hace unos meses me enrolé para cambiar de aires, todos creyeron que no aguantaría tanto. Me veían débil e inexperta y sé que se burlaban de mis tropiezos si volvía la espalda. El trabajo duro y prolongado me hacía caer en la litera de golpe, sin preámbulos para pensar en lo que no debía; caía al vacío del sueño como anestesiada de puro agotamiento y sin elucubraciones que me sujetaran a la vigilia, lejos de lo de siempre de años, abandonada a la mar colgada del anzuelo de la desesperanza.

Cerraba los ojos y los abría temprano, con los párpados pegados por el salitre y las lágrimas secas del desistir.

Miraba y veía poco, aunque lo suficiente para volver a calzarme un nuevo número del calendario.

Al principio las redes eran mis eternas desconocidas, sin inicio ni final, sin una dimensión palpable, pesadas y sin desenlace. Conforme mis brazos y mi sien se fortalecieron, gané agilidad y soltura, conduciendo incluso con metódica canción, redes vacías y llenas, ayudando a tejer con mis dedos ese futuro del que me desprendí antaño.

Pero, cuando no la esperábamos la tormenta llegó. El barco nido de sueños empezó a girar y a girar hasta no saber si el norte seguía donde la brújula indicaba. Ese amanecer no amanecía; sin luz ni calor el viento ultimaba lo que las olas habían comenzado.

¿Y las voces?, ¿y el capitán?, ¿por dónde hay que ir?, ¿qué es lo que yo debo hacer?.

El silencio lo embargó todo y los rugidos del cielo me asustaron una y otra vez. Capitán, ¿qué hago?, ¿dónde está?, ¿dónde estáis, compañeros? ¡Qué hago!.

Algo me agarró por la garganta, ero lo mismo de la última vez. Un puño apretaba mi costado para que no respirara y le supliqué ¡fuera!, ¡fuera… por favor!. Entonces recordé el grito para volver al norte y chillé con todas mis fuerzas: ¡Soltad lastre!, ¡soltadlo ya!, ¡dejadlo todo!, ¡agarraros fuerte!.

Como una peonza cansada de jugar fue parando mi barco, alejándose a la vez de aquella tempestad tan voraz.

Seguimos, de nuevo, rumbo al sol. Sabía que mi aprendizaje había terminado y al llegar a tierra pediría mi sobre y me despediría, me prometí que no iba a tardar.


Volví a mi sillón y a mi árbol, que de nuevo tenía hojas y pájaros alrededor. Su cantar mi reconfortó pues a su manera me daban la bienvenida por mi regreso. Miré el cielo y el arco iris también me esperaba.


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