Mi aire de las tres y media


 
Mi amiga Lola tiene su gran ficus de la Plaza de Correos, al que mira, mima, mira otra vez y sonríe, alimentándose mutuamente del calor de la mañana, al que le manda abrazos de esos suyos, largos, rizados y vibrantes.

Si a cada persona le correspondiera un árbol, Lola tiene el suyo y yo ya tengo elegido el mío. Ése al que añoro cuando no lo veo está ahora un poco otoñoso; me guarda mis secretos y también las energías por si el agotamiento me invade. A cambio, poco pide, un poco de riego, compañía y de vez en cuando algo de fiesta para tener la excusa de engalanarse y lucir su porte con gracia y salero.

Bajo su cobijo esperaba sin prisa uno de esos instantes que mi suerte me trae, de esos raudales de luz en los que si cierro los ojos, estiro los brazos hacia arriba y me pongo de puntillas como cuando de niña pedía un abrazo… consigo rozarle el velo a la Luna.

Entonces, mientras me mecía encima de su rama más alta, llegó la hora del viento, del aire de las tres y media. Cuando llega esa hora la magia lo envuelve todo con papel de celofán, de una fuerza arrebatadora y de una osada pasión que afianza mi sentir. Si tuviera que elegir a una diosa de los vientos, ojalá me pudiera quedar con Iansa para que me infundiera mayor fidelidad si cabe a mis convicciones.

Hace algunos años leí La Buena Suerte, y aunque no me aportó nada nuevo, cumplió con su cometido al reconfortarme y animarme a seguir creyendo en lo que ya sabía, esto es, que no hay nadie como tú misma para saber lo que quieres. Y como la buena suerte no llega sin hacer lo adecuado para ello… sé que la suerte de tener un viento para mí sola no es algo que deba desperdiciar.

Seré benevolente con lo divino, y si fuera Pandora la que abriera el cofre, no creeré que lo hiciera usando su alma malévola y perezosa para engañarme viendo un espejismo de  venturas que al darles salida huyeran inalcanzables.

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